Vivir en un ‘ay’

Reivindico mi derecho a no querer ver venir las hostias que me vienen a la cara para seguir viviendo tranquila mientras tanto.
¿Es tanto pedir? “Entonces deja de leer prensa, de ver telediarios y de escuchar la radio”, diréis algunos. Sería una opción un poco rara dedicándome a lo que me dedico, pero podría ser una posibilidad, no digo que no. Pero, aunque lo hiciera, eso no eliminaría de mi vida a la cantidad de cenizos por metro cuadrado que parecen disfrutar presagiando el peor de los escenarios, aunque no tengan ni puñetera idea. Están por todos lados. En las tertulias, desde luego, opinando de todo con contundente vehemencia, y también en la calle, aprovechando la mínima oportunidad para culpar de todas nuestras desgracias (de las propias y de las ajenas, de las de España y de las del mundo) al “del traje estrecho”. Lo entrecomillo porque lo oí el otro día en la panadería, en una conversación en la que dependienta y clienta hablaban de la subida de la luz y culpaban del asunto “al del traje estrecho”. Y la expresión me llamó la atención, sobre todo porque me pareció el sumun de querer meter el dedo en la llaga. Porque razones para meterte con el presidente del Gobierno puede haber muchas o pocas (eso va en la percepción de cada uno y ahí no voy a entrar, que es terreno pantanoso), pero que el traje le queda niquelado debería ser un acuerdo de estado que no admite discusión. Así que atacarle por ahí me parece una insensatez digna de meter en ese gran cajón de fakenews en el que vivimos.
Un cajón -el de la desinformación y las noticias falsas- que, poniéndonos un poco serios y dejando al margen la tontería de cómo le queda o le deja de quedar el traje al presidente, no deja de hacerse más y más grande. Vivimos en un mundo que funciona a golpe de tuit, en el que el sosiego y la calma no venden y han sido sustituidos por el espectáculo. Los medios ya no se dedican a informar, sino a entretener. Y, para eso, es necesario hablar alto, con frases cortas, simplificar conceptos, analizar la anécdota en vez de lo importante, y, sobre todo, -y durante todo el rato- asegurarse de estar alarmando todo lo posible al espectador/lector/oyente. Poco importa que lo que digamos tenga más o menos fundamento, porque nuestras declaraciones quedarán desfasadas y olvidadas en el minuto siguiente. Lo que de verdad importa es mantener la atención del que está al otro lado, que no cambie de canal, que no se vaya. Y si para eso hay que exagerar, adornar o directamente mentir sobre lo que está sucediendo, pues se hace. Que la realidad no te estropee un buen titular, como suele decirse.
Y no me gustaría que pensarais que vivo en Los Mundos de Yupi. Soy consciente de que la situación está jodida, pero también creo que nunca ha habido un periodo histórico que haya sido fácil.
Hace unas semanas oí decir a Macron: “Se acabaron los tiempos felices de crecimiento y prosperidad”. Y me entraron ganas de preguntarle: Oiga, ¿y esos cuándo han sido? Porque -y por centrarme solo en la historia más reciente- desde que estalló la burbuja inmobilaria en el 2008 no recuerdo un solo momento en el que ni los políticos, ni los medios, ni la sociedad en general hayan dicho: “Bueno chavales, esto de la crisis es historia, todo va viento en popa. Dediquémonos a ser felices”. No. Más bien al contrario. Vivimos en un ‘ay’ constante que no cesa, rodeados de grandes titulares que lo convierten todo en extremo: La mayor nevada del siglo. El mayor riesgo nuclear que haya existido. La pandemia más letal. Los peores presagios. Todo a peor. Aún no hemos visto nada. La mayor recesión. La peor crisis… Y así llegamos a este estado de histeria colectiva en el que estamos preocupados por el hoy, y más aún por el mañana, ante la insistencia machacona de que todo va a ir a peor. Siempre a peor.
Y, a ver, yo no quiero negarle a nadie la libertad de hablar sin saber y todo eso. Hacer el imbécil está en la esencia del ser humano y todo el mundo tiene derecho a hacerlo. En libertad y sin que le molesten. El problema, ya se sabe, es cuando tu imbecilidad afecta a otros. En ese momento se hace necesario limitar tu derecho a la ignorancia o al desvarío, por el bien común. Por la salud mental de los que pensamos que vivir en un ‘ay’ constante no solo no resolverá nada, sino que nos impedirá disfrutar de las cosas buenas del presente. Que siempre las hay. Hasta en las peores épocas. Por eso, como os decía al principio, yo, ante el derecho a la imbecilidad, reivindico el mío propio a que no me avisen de que lo que viene. Porque lo que venga, si finalmente viene, ya lo capearemos. No nos quedará otra.
Esther Aniento. Periodista y coordinadora de Zafarache