Los amigos, ese sitio al que volver

Hace unas semanas, andaba yo conduciendo mientras escuchaba un podcast de esos que mi cuenta de Spotify me había sugerido en función, se supone, de mis preferencias y elecciones anteriores; a veces pienso que nuestros móviles nos conocen mucho mejor que el 99% de las personas que tenemos alrededor, pero bueno, ese es otro tema. El caso es que di con una entrevista a Maruja Torres, uno de esos pocos referentes periodísticos femeninos que te hacen -o te hacían- leer en la facultad de comunicación.
A Maruja, que a sus 80 años ha sido -además de ganadora del premio Nadal y el premio Planeta- corresponsal de guerra en el Líbano, Israel y Panamá, le preguntaban si alguna vez las dificultades de ser pionera en un mundo de hombres le habían llevado a desear ser uno de ellos. “No. Nunca”, respondió ella tajante. “¿Y por qué? Tal vez en la guerra, por aquel entonces, algunas cosas hubieran sido más fáciles…”, repreguntó el entrevistador. “Porque las mujeres tenemos amigas. Y eso no se puede comparar con nada más. Es lo que permanece”, contestó ella.
A mí esta afirmación tan rotunda me dio que pensar y llegué a la conclusión de que tiene mucho de cierta. Sobre todo, porque las mujeres solemos vivir la amistad de una manera más íntima. Somos capaces de abrirnos, de mostrar nuestra vulnerabilidad, de decir cómo nos sentimos, de llorar, de abrazar, de pedir ese abrazo y de decirnos te quiero. Sin embargo, el proceso masculino es mucho más complejo. Y, no me malinterpretéis, la realidad es que los hombres sufren igual que nosotras, pero hemos construido una sociedad donde el dolor masculino no puede, o no debe, tener voz.
En la adolescencia, los chicos, para convertirse en “hombres de verdad”, cortan el cable de su intimidad, aprenden a evitarla. Es en ese momento también cuando se corta la intimidad corporal con sus amigos, cuando comienzan a tocarse a golpes, como si aplicaran la fuerza para hacer desaparecer el cariño. Y, por supuesto, también es entonces cuando se corta la palabra, cuando desaparece la ternura y, si aparece fugazmente un ‘te quiero’ o similar, debe ir seguido de una risotada o una broma posterior que le quite peso emocional al momento.
Pero hay veces, no muchas, aunque ojalá fueran muchas más, que algunos hombres deciden romper poco a poco su coraza y expresar, abrirse a alguien, encontrarse con su intimidad, con el desplome que supone ‘mostrarse’ y hablar de sentimientos, de miedos, de debilidades…
El problema añadido llega cuando ese ‘alguien’ elegido para compartir desahogo no es un amigo -de los que golpeará el hombro para insuflar ánimo, dirá que ya vale de ‘mariconadas’ y que eso se arregla con unas cañas- sino una amiga. Porque ahí entra en juego ese gran vacío que hay en la amistad entre hombres y mujeres heterosexuales. Un vacío que se alimenta una y otra vez de la misma idea: Los hombres y las mujeres NO pueden ser amigos, y la intimidad entre un hombre y una mujer solo puede existir a través del sexo o dentro de una relación de pareja. Algo que, sin duda, también tiene su origen en la adolescencia, ese periodo en el que tener una amiga (y no intentar follártela) es sinónimo de ser marica. La adolescencia (afortunadamente) pasa, pero este comportamiento nos acompaña en el subconsciente a todos durante toda nuestra vida. Por eso, cuando una relación de amistad íntima se da entre dos personas de distinto sexo, y ambas son heterosexuales, todas las alarmas sociales saltan, sobre todo si alguna de las dos (o ambas) tiene pareja. ¿Para qué querrán quedar a solas? ¿Qué se querrán contar? ¿Estarán liados?
Y sí, la verdad es que me entristece mucho que en un mundo tan enfermo y tan necesitado de certezas y consuelos se estén perdiendo tantas amistades íntimas entre hombres y mujeres por el qué dirán, por no dar que hablar o por no ser lo ‘socialmente establecido’.
Porque la amistad sí que no tiene género. O no debería tenerlo. La amistad es un “todo va a ir bien” dicho por la persona indicada. Es la certeza de saber que hay alguien al otro lado del teléfono. Es un secreto compartido (o muchos). Es un abrazo sin risotada posterior. Es un sitio al que volver cuando todo lo demás parece desmoronarse. Es, como bien dice Maruja, lo que permanece.
Esther Aniento. Periodista. Coordinadora de Zafarache.