Los superpoderes de las terrazas
Con casi todas las comarcas que rodean a la Ribera Baja en Fase 2 y los brotes multiplicándose por España en general y por Aragón en particular, no parece muy necesario recordar que el virus sigue entre nosotros, atento a las más mínima bajada de guardia que podamos tener en nuestra vida cotidiana. Reuniones familiares y cenas con amigos se han convertido en escenarios ideales de relajación, y cualquier pequeño descuido puede acabar saliendo caro, porque todos, absolutamente todos, somos potenciales contagiados y, también, potenciales contagiadores.
Y es que nos hemos hartado de leer y escuchar que todos podemos ser portadores del virus aun sin tener síntoma alguno, pero la realidad es que todos nos creemos sanos, y no pensamos de verdad que nosotros podamos ser los que le llevemos algo malo a la gente que más queremos. Solo así se explica que haya tantas personas que aprovechen cualquier excusa para quitarse la mascarilla o bajársela por debajo de la nariz.
Vemos a diario, en cualquiera de nuestros pueblos, situaciones surrealistas que parecen sacadas directamente de una película de Berlanga. Personas que pasean a las 4 de la tarde por las calles semivacías -o vacías del todo- de su pueblo con la mascarilla bien colocada y la nariz en su sitio (no vaya a ser que la guardia civil ande por allí…), y que cuando se sientan en una terraza se despojan del tapabocas y se olvidan de él por el resto de la tarde. Como si el mero hecho de apoyar sus posaderas en una silla de terraza les otorgara superpoderes. Como si el hecho de beber una cerveza tras otra les diera la capacidad de acercarse (sin mascarilla, claro) y tocar a todo el mundo tal y como lo hacían antes.
Y con esto no quiero decir que toda responsabilidad resida en cada uno de nosotros a nivel particular. Las administraciones públicas -desde la más pequeña a la más grande- y los cargos electos también tienen la obligación de dar ejemplo a nivel individual y ser cautos y prudentes en todos y cada uno de los actos que se organicen, sean del tipo que sean.
Todos tenemos ganas de volver a lo que era nuestra vida antes de que esta pandemia la interrumpiera. Todos estamos deseando vivir las tardes y las noches de verano tal y como eran hace un año. Volver a tocarnos, a besarnos, a abrazarnos, a reunirnos en peñas y bares durante horas con la única preocupación de que esa ronda sea la penúltima. Pero, para que eso sea posible pronto, no podemos relajarnos aún. La mascarilla es el único remedio efectivo para no propagar el virus que tenemos por el momento, lo único que hace mucho más difícil que una persona contagiada (aunque no sea consciente de que lo está) pueda pasarle el virus a otra persona e iniciar así una gran cadena de contagio que todos sabemos dónde puede acabar (no es posible que hayamos olvidado tan pronto los casi 30.000 muertos que este país carga a sus espaldas).
Por eso, aunque dé calor, no solo debemos ponérnosla, sino que debemos exigir a los demás que lo hagan. Porque todo aquel que no se la pone o la lleva mal puesta no está jugando con su salud, está jugando con la del que tiene enfrente. Con la del camarero de la barra o con la del amigo con el que se está tomando una caña tras otra.
Porque, no, estar sentados en una terraza ni nos da superpoderes ni nos convierte en superhéroes.
Esther Aniento, periodista. Coordinadora de Zafarache.