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La suerte de donde naces

La suerte de donde naces

Me pasa que quiero escribir de lo que está sucediendo en Oriente Próximo y no sé qué se escribe ni cómo de la conmoción y de lo insoportable. No alcanzo a comprender cómo el mismo mundo que ha conseguido avances tan formidables puede al mismo tiempo ser capaz de tal barbarie. Y, a medida que crece la cifra de muertos (no voy a poner cuántos, porque cuando leas esto ya serán muchos más) me resulta más difícil de entender. Será porque hay magnitudes imposibles de imaginar.

El resto de los problemas del mundo palidecen ante la urgencia de lo que está ocurriendo en un territorio minúsculo, con dos millones de personas sitiadas, los suministros básicos cortados y bombardeos continuos. Mientras, la diplomacia internacional muestra su impotencia para reconducir una catástrofe que cambió de fase con la barbarie del 7 de octubre, una fecha que, sin duda, leeremos en los libros de historia.

Son muchos los que me dicen que no pueden ver estas cosas, que cambian de canal en busca de algún otro contenido liviano que no tenga que ver con guerras y bombas. Como si lo que no se viera no existiera. Como los niños pequeños cuando se tapan los ojos y creen que el haber dejado de ver el mundo implica que ellos tampoco están allí. Yo, sin embargo, me fuerzo a ver. Me fuerzo a plantarme delante de la tele y a estar atenta a las terribles imágenes y sus historias. Me fuerzo a ponerle cara a los muertos, sobre todo a los niños. Porque tengo miedo a que llegue un día en el que los ojos no se me humedezcan, miedo a que llegue el momento en el que las lágrimas no se me escapen y corran lentamente por mis mejillas. Miedo a que haya un día en el me acostumbre al horror, en el que el asesinato de bebés y niños cuyo único delito ha sido estar allí no me conmueva. Ese día yo también estaré muerta por dentro. Todos lo estaremos. De hecho, si podemos tan siquiera intentar hacer algún tipo de malabarismo dialéctico para justificar el asesinato de un solo niño -a uno u otro lado de la Franja- ya lo estamos. Aunque no nos hayamos dado cuenta. Porque las vidas de todas las víctimas deberían valer lo mismo. Aunque en unas guerras tengan el pelo rubio y en otras la tez oscura.

Luego pienso en la suerte y en la mala suerte; porque los muertos en el conflicto entre Israel y Gaza -y también en el de Ucrania, esa guerra que ahora parece habérsenos olvidado- lo son porque estaban allí. Porque nacieron allí. Cualquier niño tiene derecho a aspirar a una vida plena, a construir su memoria de recuerdos felices. Pero hay muchas generaciones de niños (en Gaza y en muchos otros lugares) que han nacido y han crecido con la guerra y la miseria. Y por eso, no está bien que nosotros, que hemos tenido la suerte de nacer en un buen lugar, nos cansemos de mirar. Porque mirar con empatía esas escenas que estremecen es lo único que impedirá que olvidemos la barbarie de lo que allí sucede. Porque cuesta mucho recordar, pero lo que más cuesta de todo es no olvidar. Imponerse al olvido es lo único que podemos hacer desde aquí. Para que nadie nos maquille luego la historia. Y porque los que no la recuerdan están condenados a volver a sufrirla. Por eso importa tanto que veamos, que sintamos, que nos emocionemos, que empaticemos con esas imágenes. Aunque no nos dejen dormir. Y aunque nos recuerden machaconamente que la única diferencia entre ellos y nosotros es que nosotros tuvimos la suerte de nacer en un buen lugar.

Esther Aniento. Periodista. Coordinadora de Zafarache.

 

 

 

 

 

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